Todo final es un nuevo comienzo
porque nada se detiene después de alcanzar lo que parecía imposible. Aquella
nebulosa lejana que ocultaba la catedral de Santiago cuando comencé a caminar acabó
por cobrar forma una mañana de domingo entre los llantos y los abrazos de mis
compañeros de camino. Fue un momento mágico lleno de vida, de ilusión, de
felicidad plena, algo difícil de entender para aquel que no haya caminado con
ese sueño durante tantos kilómetros. Las
emociones explotaban por doquier como pompas de jabón y sólo después de un tiempo tirado
sobre las piedras del Obradoiro pude empezar a respirar con normalidad. Los
momentos se abalanzaban sobre mi como gotas de lluvia que poco a poco me fueron
empapando de recuerdos maravillosos, de postales, de senderos, instantes y
amaneceres inolvidables.
En medio de la multitud, sobre el
fondo de esa gaita siempre presente, los peregrinos se abrazaban felicitándose
por lo andado, a veces sin cruzar palabra alguna, y es que hay momentos en los
que un pequeño gesto se basta y se sobra para expresar lo inexplicable. Con la
cabeza sobre mi mochila y la mirada perdida en esas piedras centenarias fui
bajando el volumen hasta que el bullicio se convirtió en un rumor
casi imperceptible que acabó esfumándose como una vela recién apagada
para dar paso a ese silencio interior donde las lágrimas brotan con soberana libertad.
Sentí que esas lágrimas eran el último sello de una historia maravillosa pero
también el primer cuño del camino que acababa de empezar, ese en el que ya no me
acompañarán las flechas amarillas pero que inexorablemente terminará por llevarme
hasta las puertas de mi destino. Hoy, con los ojos todavía empañados y el corazón embargado por la emoción, alzo la mirada y
comienzo a dar mis primeros pasos hacia ese lejano horizonte desde el que ya me llaman el
deseo y la utopía de encontrarme algún día allá donde se pone el sol.