miércoles, 30 de julio de 2014

Mumbai

Hampi, 29 de julio de 2014

¿Cuánto cuesta un rickshaw hasta la estación? Eso depende del driver, Sir. Pagué ochenta rupias por venir. Ya, pero ahora es distinto. Cuando vienes puedes esperar, cuando vas no. Ahora deciden ellos. Son las reglas. ¿Cuál sería un precio aceptable? Cien rupias. Si llueve le cobrarán más pero intente no pagar más de cien, Sir.

Así me despedí de Udaipur, la ciudad que supuso mi última parada en Rajastán y que es considerada por muchos el lugar más romántico del subcontinente. No se si llegará a tanto pero lo cierto es que ofrece un marco incomparable, a orillas del lago Pichola donde se encuentra la famosa isla Jagniwas, popular por estar ocupada en su totalidad por el Hotel Lake Palace, uno de los más lujosos del mundo desde que dejó de ser la residencia de verano del maharajá Bhagwat Singh en la década de los sesenta.

La antigua familia real ha convertido
Udaipur en meca del turismo y tengo que reconocer que las zonas visitables del palacio y sus alrededores están muy cuidadas. Más allá de eso lo más interesante de la ciudad  fue pasear por los barrios más alejados del centro turístico. Los bazares, los templos y los mercados rebosaban de actividad a cualquier hora del día y las horas que pasé observando y paseando por sus calles bien merecieron mi paso por aquí.

De Udaipur me quedo con la terraza del Dream Heaven, fantástica recomendación de Mick, un australiano que conocí en Bundi. Las vistas de la ciudad eran inmejorables y las Kingfisher que me tomé ahí no las voy a olvidar nunca. Y por supuesto las largas charlas con el tipo que hacía los zumos en la calle, orgulloso de sus creaciones y un auténtico filósofo de la vida. Me encanta viajar así, sin prisas  porque la lentitud deja espacio a los encuentros inesperados, los únicos que tienen sentido cuando uno se cuelga la mochila y camina hacia lo desconocido.

Al final pagué cien rupias por el rickshaw así que me di por satisfecho después de la ardua negociación. Cuando llegué a mi vagón de sleeper class me encontré con una situación de lo más particular: estaba ocupado casi en su totalidad por una sola familia que venía de un peregrinaje, empezando por la abuela y acabando por los bisnietos más pequeños. El  vagón parecía un corral de vecinos en el que unos y otros iban y venían sin descanso. Por supuesto llevaban comida para todo el mundo y al final acabé cenando con ellos apretado entre la gente que subía y bajaba del tren en cada estación. Un viaje largo pero lleno de momentos interesantes.

Al mediodía llegué a Bandra, una estación de los barrios occidentales de Mumbai así que tenía que buscarme la vida para llegar a Colaba, donde se encuentran los edificios más interesantes de la ciudad. Compartí taxi con un chico hindú que conocí en el tren y después de hora y media de atasco llegué por fin al Salvation Army, una guest house popular entre los mochileros por ser de las pocas que tienen precios asumibles para los viajeros low budget. Mumbai es la ciudad más cara de India, el nivel de vida es alto y el ambiente de muchas de sus calles es completamente occidental. Sin embargo, los contrastes también son los más radicales y la riqueza más ostentosa convive con los slums más grandes de todo el país. A los pies del hotel más lujoso duermen familias enteras que no tienen nada que llevarse a la boca.

Mumbai es también la ciudad más británica de la India. A veces, paseando por Colaba, parecía que estaba en Londres, eso si, más sucio, desordenado y desaturado pero con esa pátina tan británica a medio camino entre lo rancio y lo elegante. La zona que rodea la principal estación de trenes está llena de edificios victorianos, una mezcla entre lo neogótico y lo indosarraceno que hacen de la arquitectura del antiguo Bombay uno de sus principales atractivos. La Victoria Terminus, la estación más transitada de Asia, es posiblemente el mejor ejemplo de esa mezcolanza tan propia de la ciudad.

No tenía billete para bajar a Goa porque los trenes estaban completos así que decidí acercarme a la estación para intentar pillar una de las plazas que sólo venden el día de antes. Ahí me reencontré con la burocracia india y reconozco que me faltó poco para perder los nervios. En primer lugar tuve que hacer una cola para saber si era posible hacer el viaje que quería. Para ello había que rellenar previamente un formulario con todos mis  datos personales, número del tren, tipo de plaza, etc. Una vez confirmado pasé a una segunda cola al final de la cual una mujer te pone un sello sobre el formulario. Con el papel sellado subí a la segunda planta donde había una taquilla para extranjeros. Allí me dijeron que necesitaban una fotocopia del pasaporte y el visado. Tuve que salir de la estación para buscar una fotocopiadora y volver con todo listo para comprar mi billete. Tras comprabar el código del tren me indicaron la taquilla donde tenía que comprarlo y cual fue mi sorpresa cuando, al llegar mi turno, el señor de la ventanilla, con una cara entristecida por la soporífera rutina, me dice que ya está lleno y que ¡debía haber venido antes! Volví a la oficina turística y después de hora y media de gestiones conseguí una plaza en otro tren que salía una hora más tarde. No me extraña que el nivel de burocracia sea un indicador del subdesarrollo de un país.

Al mediodía me encontré con dos australianos que iban a visitar Dharavi, uno de los slum más grandes de Mumbai. Me propusieron compartir taxi y guía y no dudé en acompañarlos. Encajonado entre las dos principales vías ferroviarias de la ciudad, esta mole de chabolas alberga a más de un millón de personas venidas de distintas partes de India. Cuando te sumerges dentro del laberinto de callejones polvorientos sorprende la organización y la normalidad que se respira en esta ciudad dentro de la ciudad. Se organizan por oficios (ceramistas, curtidores, lavanderas o recicladores de plástico) y cada uno parece tener su lugar asignado dentro del inmenso tablero. El guía nos contó que hay familias que llevan generaciones enteras viviendo en Dharavi, es más, el 60% de población de Mumbai vive en asentamientos como éste. Dentro todo está húmedo y oscuro y las lúgubres callejuelas se entremezclan siguiendo un orden que sólo ellos conocen. De cualquier esquina surgían niños descalzos, ancianos asomándose a las ventanas o porteadores llevando mercancías a alguno de los talleres del slum. En Dharavi la miseria está tan normalizada que se ha convertido en un modo de vida, un inframundo difícil de asimilar para los que tenemos la fortuna de vivir al otro lado de la vía del tren.

Desde Mumbai emprendo mi recorrido por las tierras de Goa, Karnataka y Kerala, donde me espera la otra India, la India verde del sur, de las plantaciones de té, los campos de arroz y los elefantes salvajes.

lunes, 21 de julio de 2014

Obra de duendes

Udaipur, 22 de julio de 2014
Llegar a la India es como agarrar un instrumento desafinado. Al principio, y por buena que sea la música que interpretes, todo te sonará extraño, lejano y desagradable. Por más que intentes mejorar tu última repetición siempre resultará un intento fallido mientras no decidas abordar la afinación del instrumento. Comienzas a tensar una cuerda y a soltar otra, tocando una clavija aquí y otra allá, buscando esa afinación que multiplique los armónicos y te haga sentir mejor. Sin embargo, ante los múltiples intentos, India permanece  inmóvil, como si la música no fuese con ella, mientras tú sigues ahí perdido, mirando a un lado y a otro, sin entender nada, y absolutamente fuera de la onda en la que oscila el mundo que te rodea. La desorientación paraliza pero no siempre parar la máquina es signo de debilidad. A veces hay que detenerse para comprender, para observar y tomar consciencia, algo que en este país es más un imperativo que una recomendación.
Cuando consigues detenerte te das cuenta de que, por mucho que lo intentes, el instrumento nunca sonará como pretendes y que eres tú el que tiene que abrirse a nuevas sonoridades y afinarse con la India. Ese es el momento en el que  de repente, todo comienza a sonar mejor y es entonces cuando casi sin apenas darte cuenta dejas de vagar y comienzas a viajar.
Yo tuve esa sensación por primera vez en Bundi, una pequeña ciudad al sur de Rajastán. Desde que llegué sentí que ese lugar era distinto y parecía como si ya hubiera estado allí en otra ocasión. Me instalé en la R.N. Haveli, una guest house donde volví a ser el único huesped. Mamma, la casera, es toda una institución y a mi me despertó los sentimientos más tiernos. Siempre estaba en su salón cosiendo trajecitos para sus dioses que vestía convenientemente cuando visitaba el templo. Al entrar por la puerta me llamaba para preguntarme que tal estaba y pasar inmediatamente a enseñarme sus creaciones. Sus dos hijos eran dos tunantes buscavidas pero buenas personas en el fondo así que no tardé en llevarme bien con ellos. En casa de Mamma me sentí desde el principio como en la mía propia.
Bundi se encuentra a los pies de un enorme palacio, una construcción que en palabras de Kipling, "parece obra de duendes más que de hombres". El edificio está colgado de la ladera, esculpido en la roca como si estuviera levitando sobre la ciudad. Su estado de conservación es ruinoso lo que, junto a la lluvia y la soledad del paseo , le dio un aire romántico a la visita. Entraba y salía de las distintas estancias, profusamente decoradas, como si estuviera buscando un tesoro en un reino perdido. No había nadie más visitando el palacio y apenas un par de chicos velaban por un recinto que parecía estar entregado a una decadencia sin retorno.
Las calles del viejo Bundi están pintadas de azul y perderme por ellas era perderme por mis pensamientos. Es curiosa la concepción del tiempo en los viajes: te mueves y no obstante tienes la sensación de que el mundo se detiene. En algunos escenarios parece que tu vida se llena tanto que el reloj y el calendario se convierten en objetos absurdos. Y los minutos y las horas se alargan en tu ánimo como detenidas por un director de orquesta mientras sostiene un tempo lento, pausado y cantábile. Como decía Javier Reverte, a veces la vida es una cálida sinfonía.
A ratos llovía y tenía que buscar resguardo bajo algún soportal. Ahí empecé a descubrir a la maravillosa gente de esta ciudad. Salían a saludarme y me invitaban a pasar a sus casas donde siempre tenían un chai para compartir. Gente buena, auténtica, que sólo buscaba escuchar historias de lugares lejanos por boca de un extraño al que miraban como algo exótico, raro pero interesante. Los niños se acercaban para que les hiciese fotos y los mayores me saludaban desde sus talleres o sus abarrotadas tiendecitas encajadas en algún hueco de la pared.
Dos de las tres noches que permanecí en Bundi cené en casa de la familia Braghwan Dutt Sharma que me invitó durante uno de mis paseos. Cuando llegué la segunda noche habían preparado un banquete para el invitado que incluía bati, daal, kavela, zumo de mango y arroz, todo un derroche de hospitalidad y generosidad en un lugar donde no reina la abundancia.
En India todo puede suceder pero nunca le puedes exigir inmediatez o planificación en el tiempo porque el ritmo en ningún caso lo marcas tú. Desde la humildad y la espera atenta todo llega en este país pero tienes que asumir las constantes contradicciones y la desconcertante imprevisibilidad como algo ineludible. A partir de ahí, y sólo desde ahí, India siempre te dará la bienvenida.

martes, 15 de julio de 2014

La ciudad de la flor de loto

Pushkar, 15 de julio de 2014

Llegar hasta Jaipur resultó mucho más sencillo de lo que me había imaginado. Un rickshaw hasta Bikaner House y seis horas de autobús bastaron para alcanzar la capital de Rajastán, el estado más grande de India y una de sus mayores atracciones turísticas. Durante el viaje conocí a Parijaat, un joven programador informático que me sorprendió por su amabilidad y simpatía. Aunque yo siempre recelo de todo el mundo hasta estar seguro de saber con quien me trato, no tardé en darme cuenta de que Parijaat era una buena persona. Ya estaba advertido por la guía de cual iba a ser el panorama que me iba a encontrar cuando pusiese un pie en la estación de Jaipur así que me preparé para la batalla. Cuando entramos en la ciudad, y aun con el autobús en marcha, ya había diez o doce cazaturistas corriendo bajo los cristales. Parijaat me dijo que no me preocupara y me pidió que guardara silencio y lo siguiera: -Estos chicos no te dejarán libre fácilmente, dijo mientras esbozaba una sonrisa. Cuando bajamos comenzó la algarabía de gente entre los autobuses y los bultos de unos y otros. A empujones conseguí agarrar mi mochila y seguí a Parijaat, que pronto apalabró un rickshaw y me sacó de la estación. Cambiando su ruta me dejó al lado de mi hostal y ni tan siquiera me permitió pagar la carrera. Cuando nos despedimos me dio su tarjeta y, con la misma sencillez con la que llegó, se marchó sin más.

La Guest House Karni Niwas está regentada por una extensa familia que salió en bloque a recibirme en cuanto entré por la puerta. Más tarde descubrí que era el único huesped de la pensión y entendí por qué me costó tan poco rebajar el precio en el regateo. Aunque el dueño no brillaba por su simpatía, resultó ser un tipo de confianza, preocupado por dar un buen servicio, y la verdad es que me sentí bien acogido desde el primer momento. Pasadas las horas de calor decidí dar mi primer paseo por la ciudad vieja, también conocida como Ciudad Rosa por estar pintada de este color, el color de la hospitalidad, desde que el Maharajá Ram Singh lo ordenara para recibir al Principe de Gales en 1876. Sin embargo, el primer contacto con Jaipur no hizo honor a los atributos de su color más representativo. A mi me resultó una ciudad áspera y agobiante, con todos los ingredientes de la rutina india pero mucho más condensados en el espacio. A los autobuses, rickshaws y motocicletas se sumaron los camellos y las vacas para acabar de completar un enjambre de lo más hostil. Pasada la puerta de Ajmeri comienzan los bazares organizados por oficios y al menos bajo los soportales pude descansar de la presión de la calle. El día acabó en The Doors, un restaurante con una comida vegetariana excelente en el que disfruté de la tranquilidad y el silencio, un momento de relax más que merecido después de un intenso día de viaje.
La mañana siguiente la pasé visitando los principales monumentos de la ciudad. En primer lugar fui al formidable fuerte de Amber, a once kilómetros de Jaipur, un maravilloso ejemplo de arquitectura rajputa. El fuerte se eleva sobre una rocosa ladera a la que se sube andando o en elefante. Sobre las colinas escarpadas surgen puertas enormes, salones adornados y jardines muy cuidados en los que no cuesta imaginarse la grandeza alcanzada por los maharajás.
Ya de vuelta visité el Palacio de la Ciudad, sede del Maharajá de Jaipur cuyos descendientes siguen viviendo en él. Muy cerca del edificio principal se encuentra el Hawa Mahal o Palacio de los Vientos, una construcción singular cuya fachada de cinco pisos con forma de colmena se ha convertido en uno de los iconos de la ciudad. Servía como extensión de la cámara de las mujeres destinada al harén y su función original era la de permitir a las mujeres reales observar la vida de las calles de la ciudad sin ser vistas.
Acabada la visita y tras un último paseo por los bazares di por terminada mi estancia en Jaipur y decidí continuar hacia mi próximo destino, Pushkar, una de las siete ciudades sagradas de la India. Cuenta la leyenda que a Brahma se le cayó una flor de loto azul de la mano. Donde cayó se formó un lago y a sus orillas se construyó la ciudad de Pushkar (loto azul en sánscrito), un lugar de peregrinación al que los devotos deben acudir al menos una vez en su vida. Aquí se encuentra uno de los pocos templos dedicados a Brahma y éste fue también el lugar elegido para esparcir las cenizas del Mahatma Ghandi. Todas las calles giran entorno al lago sagrado donde la gente se reúne, lava la ropa o hace las pujas ante la indiferente mirada de las vacas y el constante trasiego de perros y transeúntes. El atardecer es la hora más interesante en los ghats. Cada cual va tomando su lugar mientras suenan los mantras y comienzan las oraciones. Las bandadas de palomas se levantan al unísono mientras caen los pétalos de flores y se encienden las velas.

Por muy lejos que te encuentres de ellos y de sus creencias no es difícil contagiarse del misticismo y la espiritualidad que se respira en esta pequeña ciudad, un oasis de tranquilidad en medio del desierto donde un día cayó una flor de loto y se levantó un lugar sagrado.

sábado, 12 de julio de 2014

Mirando al sur

"Nunca es tiempo mal gastado el que se emplea en viajar por el mundo"
Don Quijote

Delhi, 10 de julio de 2014

Las cometas se alzan sobre el cielo de Delhi mientras escribo las primeras palabras de mi diario. Se mueven nerviosas, haciendo giros inesperados, imprevisibles, como intentando liberarse de las cuerdas que atan su voluntad. Algunas alcanzan alturas considerables y casi se pierden más allá de donde alcanza la vista. Otras giran sobre si mismas a escasos metros de la terraza del Hotel Amax, uno de esos lugares donde no es difícil encontrar viajeros con los que compartir una cerveza y charlar sobre este destartalado país.

Los reencuentros siempre son momentos cargados de nostalgia y alegría, de recuerdos y sensaciones que te trasladan a ese tiempo que fue y que en gran medida es responsable de lo que ahora somos. En mi caso India llegó para quedarse y desde que la visité por primera vez ha estado muy presente en mi vida, tanto que estoy seguro de que ha tenido mucho que ver con esa identidad que dibujo y reinvento cada día.

Sin embargo hay países a los que siempre hay que acercarse con cautela porque por mucho que los conozcas nunca dejan de sorprenderte. En India el ritmo de las calles es frenético y el ruido no descansa así que, si no haces un esfuerzo por abstraerte, salir a la calle puede resultar insoportable. Ahora bien, si le entornas la puerta a la lógica y te abres sin pudor a los sentidos un paseo por las calles de la vieja Delhi se convertirá a buen seguro en una experiencia de lo más excitante.

El bullicio, los olores, los rickshaws, los puestos de fruta, el chico que pela limones, el viejo que vende cerezas, los altares, los templos, el incienso, las flores naranjas y los pétalos blancos, los pies descalzos, la gente durmiendo en la calle, los puestos de comida y esos intrincados bazares de calles estrechas repletas de bicicletas que pasan entre las cabezas cargadas de cajas y enseres.

Así, entre el recuerdo y el deseo, comenzó mi segundo viaje a India, mirando al sur, hacia las tierras de Kerala y Madrás, donde después de mi periplo por el Rajastán, le daré la vuelta al Océano.