domingo, 1 de septiembre de 2013

sábado, 3 de agosto de 2013

Chachahuate

Nuestro último fin de semana con Elías lo pasamos en Livingstone, un enclave en la costa caribeña que nada tiene que ver con el resto de Guatemala. Allí sólo se puede llegar por barco por lo que dejamos el coche en Puerto Barrios, al otro lado de la bahía, para desde ahí cruzar en lancha hasta nuestro destino. Después de una hora dando saltos sobre el Atlántico alcanzamos Livingstone, centro de la comunidad garífuna y uno de los lugares más singulares que he conocido desde que llegué a Guate.

Los garífuna o caribes negros se originaron en el siglo XVII cuando naúfragos de barcos de esclavos se mezclaron con los indígenas del caribe. En principio se establecieron en San Vicente pero, tras la toma de la isla por los ingleses a finales del siglo XVIII, se diseminaron por las costas de Guatemala, Belice, Honduras y Nicaragua. El garífuna es un idioma fascinante, mezcla de las lenguas de Senegal y Guinea, de donde provenían los esclavos, con el francés del Caribe y algo de inglés y español. Escuchar una conversación en garífuna es trasladarte a un mundo irreal en el que se salta de una lengua a otra de forma natural y automática, intercalando palabras o frases cuyos significados nada tienen que ver con los que tuvieron en sus lenguas originales. Livingstone me trasladó de nuevo a África y sus calles me conectaron con recuerdos de Stone Town, esa enigmática ciudad de la isla de Zanzíbar que tan profunda marca dejó en mi. Sin embargo, su música, la punta, me llevó de nuevo a Malí, con sus ritmos frenéticos y una energía vibrante que fluye sin descanso al son de los tambores, las sonajas y los caparazones de tortuga. El baile se concentra en las piernas y las caderas, dejando el torso casi inmóvil mientras el pie izquierdo gira hacia delante y hacia atrás y el derecho va marcndo el ritmo. Al final todo el cuerpo acaba vibrando desde la planta de los pies hasta el último pelo de la cabeza. Las letras mantienen la estructura típica africana de pregunta y respuesta y el tempo es descaradamente rápido, sin apenas silencios ni descansos.Viajar a Livingstone es como desmontar una muñeca katiuska con cuerpo de indígena y corazón africano.

Nos despedimos de nuestros amigos en el cruce desde el que se toma el desvío hacia Honduras. Llegamos a la frontera en microbus, la cruzamos andando y tomamos otro bus hasta Puerto Cortés. Desde ahí un cuarto a San Pedro Sula y un quinto hasta La Ceiba. Después de doce horas de un largo y agotador viaje conseguimos alcanzar nuestro destino. En los últimos días habíamos estado intentando contactar con Jenny, la cuñada de Fernanda, amiga de Mere, pero no lo habíamos conseguido. Al final la localizamos y pasamos una tarde estupenda con ella y su familia. Fue Jenny la que nos gestionó el transporte para nuestra próxima parada, Chachahuate, un islote dentro de los Cayos Cochinos que debe ser lo más parecido al paraíso en la Tierra.

Los Cayos Cochinos los forman dos islas (Cayo Mayor y Cayo Menor) y trece pequeños islotes cuyas playas de arena blanca y arrecifes de coral los han convertido en Reserva Biológica Marina. Casi todos están habitados aunque algunos de ellos se mantienen completamente vírgenes. Nosotros teníamos claro que queríamos quedarnos en Chachahuate y hasta allí nos llevó la barca. El lugar nos atrapó desde el momento en el que hundimos el primer pie en su arena.

El cayo mide unos cien metros de largo por no más de treinta de ancho y en él vive una comunidad garífuna de cuarenta familias. Los alojamientos que ofrecen son bastante austeros y es precisamente esa austeridad la que constituye su principal defensa. Apenas hay turismo y el que se queda es del que no deja rastro. Nos alojamos en casa de Jotana y Lesbia, que nos alquilaron dos camas en la buhardilla de su casa. A partir de ese momento se apagó el reloj.

El paseo por el islote no dura más de diez minutos así que no tardamos en conocer a la mayor parte de la comunidad. Caminas de una casa a otra y siempre encuentras a alguien que te cuenta algo o te enseña lo que esté haciendo. En Chachahuate no hay luz eléctrica, ni agua potable, ni leña para cocinar así que las familias se organizan para ir a Cayo Mayor en barcas y conseguir los suministros. A las dos o las tres de la mañana ya se escucha a los pescadores preparando sus barcas. Utilizan cayucos de madera y técnicas de pesca artesanales. Una parte de lo que pescan lo venden y otra se la quedan para el autoconsumo. La pesca y el turismo constituyen las dos únicas fuentes de ingresos de la isla.

Dentro de la comunidad tienen sus rencillas y es que el espacio es reducido y la intimidad, nula. Todos se conocen y todos conocen la vida de los otros. Comercian entre ellos y acaban compartiendo los escasos recursos que poseen. El tiempo es lo único que se puede consumir en Chachahuate sin moderación. Aquí todo ocurre como si nada ocurriera y las horas transcurren lentamente, sin intermedios ni divisiones, como si se tratase de un tiempo distinto, más pesado, más nítido, más amplio. Chachahuate es un lugar ideal para las miradas perdidas y los pensamientos vacíos, un rincón delicioso donde aun es posible disfrutar de la quietud mientras escuchas las olas del mar y dejas pasar el tiempo. Ahora que ya nos vamos intentaré llevarme esa tranquilidad encapsulada, el mejor regalo de entre todos los que me dio este pequeño islote y la sensación a la que siempre asociaré el recuerdo de Chachahuate en mi memoria.    

jueves, 25 de julio de 2013

Silencios y preguntas

Cuando ya se acerca el final de mi estancia en Comapa no dejan de lloverme imágenes de estos días llenos de emociones y experiencias inolvidables. El tiempo vivido, el paseo por las mismas calles, los cruces de miradas con la misma gente, acaban llenando los lugares de historias que con los días se van acomodando en el recuerdo hasta acabar encontrando ese lugar privilegiado que les pertenece en exclusiva  y que ya nunca podrán abandonar.

Después de este mes sólo me queda la humildad del silencio  porque poco puedo decir sobre una realidad como ésta que apenas conozco y que me desborda por los cuatro costados. Llega un momento en el que siento la parálisis, miro a mi alrededor y bajo la cabeza, y entonces sólo intento dar lo mejor de mi mismo,  estar con todo mi ser y volcarme en ese instante. Se que, a  fin de cuentas,  esa acabará siendo mi pequeña ofrenda y el único rastro que está a mi alcance.


Comapa me acercó a la sencillez, al hacer y vivir con poco y, aun así, seguir viviendo. De ese desprendimiento me llevo más preguntas que respuestas y, sin embargo, toda la energía del mundo, y es que la injusticia es insostenible en su existir y cuando la tienes enfrente, cuando te interroga desde los ojos de un niño, es imposible permanecer ajeno a ella y no sentirse interpelado. Me marcho de Comapa con la mochila llena de silencios pero también con miles de sonrisas que apenas pesan pero que empujan con fuerza.  Me voy para volver porque hay ciertos lugares en el mundo que se quedan con algo tuyo y ya no lo sueltan y en esos momentos en los que uno se olvida de quien fue acaban devolviéndote esa imagen nítida, como espejos reveladores que un día congelaron, en aquel rincón del recuerdo, la grandeza de lo esencial y lo indispensable.

martes, 16 de julio de 2013

Maestros


Ya estoy tocando el ecuador de mi estancia en Comapa y cada día no deja de sorprenderme.  Ir cada mañana al encuentro de las escuelas es como vivir una deconstrucción de esquemas que creía bien asentados y que, sin embargo, se desmoronan como un castillo de naipes para acabar dejándome desnudo ante lo esencial. Los talleres con los maestros me están permitiendo compartir experiencias y acercarme codo a codo a la realidad guatemalteca. Cuando acabamos el trabajo se muestran agradecidos y felices ajenos, sin duda, a la profunda marca que me están dejando y que tanto me está dando que pensar.

El otro día fuimos a impartir el taller en Caparrosa, una sede que está allá donde acaba el mundo. Tardamos más de una hora en llegar por carriles embarrados en los que el 4x4 apenas podía avanzar. Cuando llegamos nos encontramos con varias compañeras que se habían levantado a las cuatro de la mañana para llegar a tiempo. La breve visita al centro agarró mis pies fuertemente al suelo ante una realidad que no podía creerme. La falta de espacio obligaba a un compañero a improvisar un aula debajo de una chapa metálica sostenida por cuatro troncos. Allí tenía colocados estratégicamente a los alumnos para evitar las goteras y en una pequeña pizarra se esforzaba por explicar el mínimo común múltiplo. Alucinante.

Muchos de los maestros viven en Comapa y van caminando al trabajo cada día. En el caso de Caparrosa, más de hora y media de ida y de vuelta por caminos impracticables. Algunos sufren asaltos y se levantan con ese miedo cada día cuando comienzan su jornada laboral. Nos contó un compañero que en una ocasión lo asaltó un grupo de encapuchados que, después de robarle, no paraban de pedirle al líder de la banda que lo matase. Cuál fue su sorpresa cuando uno de ellos le dijo al cabecilla que no lo hiciera, que era el profesor. Había sido asaltado y casi asesinado por sus propios alumnos y aun así, el maestro llega a la escuela, agarra su tiza y comienza a dar su clase.

Poco a poco, y a través de sus testimonios, estoy conociendo la realidad del niño aquí. Nos contaron que cuando un alumno llega a la escuela ya ha trabajado varias horas antes. En muchas aldeas no hay agua corriente y se cocina con leña. Los niños se levantan a las dos o las tres de la mañana y comienzan a dar viajes con los cántaros o a cargar leña sobre sus espaldas. Algunos van incluso a trabajar al campo antes de llegar a la escuela. La higiene, teniendo en cuenta el trabajo que implica llevar agua hasta las casas, pasa a un segundo plano.  Sin embargo, para ellos el colegio es un verdadero regalo. Allí no tienen que trabajar y reciben, además,  la refacción, el único sustento alimenticio de la mayoría y la principal motivación para ir a la escuela. Cuentan los maestros que hasta la hora del recreo, que es cuando reciben la comida, los niños no consiguen mantener la atención, se duermen y sufren de dolores de estómago,  y no porque estén enfermos sino porque, simplemente, tienen hambre.


Cuando veo esto cada mañana sólo me queda callar porque poco puedo decir ante una realidad como ésta. Los compañeros de Comapa me están desmontando la cultura de la queja en la que vivimos por causa de la abundancia y los excesos que nos llevaron a dejar de valorar lo que tenemos. Enseñar aquí sí que es una labor titánica, una tarea admirable, para mí, la personificación diaria de lo que significa SER MAESTRO.

viernes, 12 de julio de 2013

Pequeños grandes héroes



La desnutrición infantil es una tragedia que está destrozando día a día la niñez guatemalteca. Según Unicef,  Guatemala tiene actualmente la tasa de desnutrición infantil más alta de Latinoamérica y la sexta a nivel mundial afectando a uno de cada dos niños menores de cinco años. Al lado del hambre se encuentran los conflictos de género. Como apunta Glenda García, en Guatemala podremos encontrar múltiples identidades masculinas pero todas tienen algo en común, la dominación del hombre sobre la mujer. La inexistente planificación familiar y el brutal machismo que abre esa enorme brecha de género nos lleva a encontrarnos con familias de nueve o diez hijos sin apenas recursos para alimentarlos.

La enorme desigualdad social, que no deja de incrementarse con las políticas neoliberales del gobierno, está consolidando la asimetría y el injusto reparto de la riqueza, haciendo al rico cada vez más rico y al pobre cada vez más pobre. Al final la desdicha recae, como siempre, sobre el más débil y ese, como siempre, acaba siendo el niño que tuvo la mala fortuna de nacer donde nació.

La tasa de analfabetismo es muy alta y en las familias humildes la educación de los hijos no es ni mucho menos una prioridad. La economía de subsistencia gira entorno al cultivo del frijol, el maíz o el café. Nos contó Nora, una maestra de San Carlos, que cuando llega la época de la recolección las clases se vacían porque los padres se llevan a los hijos a trabajar al campo. Según la organización Care Internacional, Guatemala es el país de Centroamérica con más niños trabajando y se estima que casi un millón de menores contribuyen al sustento familiar desempeñando diversos trabajos en el campo o la venta ambulante.


Muchos niños llegan a la escuela con el estómago vacío, débiles y cansados. Les cuesta mantener la atención y muchos de ellos se duermen en clase pero contra eso nada se puede hacer. En el recreo reciben la refacción, el sustento alimenticio que se reparte gracias a la ayuda de ONGs como Ibermed. Ese momento saca de mi las emociones más profundas y me sume en una tristeza que me inunda por completo. Todos los niños llevan una tacita para la incaparina y los días que hay algo más también un platito. Las madres preparan la refacción en la cocina y los niños guardan fila ordenadamente esperando su turno. Saben que ese es uno de los momentos más importantes del día. Cuando hay algo más guardan parte de la comida para repartirla entre sus hermanos pequeños que aun no van a la escuela y ni siquiera pueden comer ese pequeño bocado. Otras veces le pasan parte de la incaparina a través de la valla y es que estos niños tienen un sentido de la solidaridad increíble y saben que tienen que repartir lo poco que tienen. A pesar de todo, sonríen y llenan de alegría los espacios por los que pasan, agradeciéndote cada gesto como si les hubieras entregado un enorme tesoro. Y ahí me levantan, me agarran, me abrazan y me recuerdan con solo mirarme lo afortunado que soy y lo enormemente injusto y cruel que es este maldito mundo en el que vivimos.

lunes, 8 de julio de 2013

Goathemala


Guatemala se hizo de rogar y a lo largo del interminable viaje que nos trajo hasta aquí parecía como si quisiera mantener en vilo la emoción y la sorpresa que siempre entraña la llegada a tierras nuevas aun por descubrir.

Sin embargo, nuestros primeros pasos en Guate estuvieron cargados de familiaridad. Diego, el marido de Eloisa, una de las contrapartes de Ibermed, nos estaba esperando en el aeropuerto y nos llevó en su furgoneta hasta el hostal que regentan en Ciudad Vieja, muy cerca de Antigua. Después de más de treinta horas de viaje, con la mochila cargada de cansancio y un enorme desfase horario, la bandeja de fruta fresca con la que nos recibieron nos supo infinitamente más dulce de lo que nos podíamos haber imaginado.

Al día siguiente visitamos Antigua, la joya colonial fundada por los españoles como “La muy Noble y Leal Ciudad de Santiago de los Caballeros de Goathemala”. Me sorprendió la insólita belleza de este lugar, una ciudad llena de vida, movimiento y vibrante actividad a la que el turismo, sin llegar a ser sofocante, le confiere un ambiente cosmopolita con ciertos aires de modernidad.  

Antigua está pintada en tonos pastel y la alternancia de colores, aun sin responder a un patrón establecido, denota un gusto exquisito que convierte la visita en un auténtico derroche de placer para los sentidos. Su pasado colonial, en el que llegó a ser epicentro de poder de toda Centroamérica, puede aun palparse en las iglesias y conventos que lograron sobrevivir a los sucesivos terremotos que la asolaron. Aun así, y a pesar de los siglos de dejadez, Antigua sigue siendo un lugar cargado de magia donde no hay mejor regalo para el viajero que un largo paseo sin reloj.

Al día siguiente partimos con Diego para Comapa y en las tres horas que duró el trayecto nos contó su devastadora historia con una frialdad sorprendente y una enorme serenidad que acabó haciéndose dueña del silencio. Después de escucharle me quedé mudo y, de repente, empecé a tomar consciencia del profundo dolor en el que está sumida esta sociedad, destrozada por una guerra cruel que, como todas las guerras, como todas las tristes guerras, acabó empapando de sangre, dolor y lágrimas a quienes sólo gritaban clamando justicia.

Diego no tiene rótula en la pierna izquierda. El ejército le disparó a bocajarro destrozándole la rodilla cuando sólo tenía cinco años. Toda su aldea fue aniquilada y ninguno de los que le acompañaban consiguió salvar su vida. Él se despertó en el hospital del ejército, del mismo ejército que le había destrozado la rodilla. Decidieron salvarlo cuando descubrieron que era hijo de un importante comandante de la guerrilla y, en esos tiempos, los altos mandos de ambos bandos se respetaban mutuamente. Después las reglas cambiaron y sus padres acabaron siendo emboscados y asesinados. Él recaló en un horfanato que había montado un gringo con quien creció hasta los dieciocho años. De su hermano no tuvo noticias. Lo cuidaron unas monjas y, aunque se encontraron al cabo de quince años, volvieron a separarse. Hoy Diego no tiene a nadie salvo a su mujer y sus hijos.


Como dice Glenda García, para muchas personas “guerra” o “conflicto armado” son palabras que se escuchan en la distancia, como un eco lejano que en el bosque sólo vuelve a quien un día lloró a sus muertos. Cuando una sociedad se olvida de la solidaridad acaba dejando que cada cual cargue en soledad con sus historias, sus memorias y sus dolores pero las heridas sólo pueden cerrarse con el otro y desde el otro y, por más que pese, resulta inevitable dar un paso adelante para comprender que el dolor es colectivo y que sólo desde ahí se podrá llegar algún día al encuentro y a la reconstrucción de sus vidas.

miércoles, 26 de junio de 2013