sábado, 3 de agosto de 2013

Chachahuate

Nuestro último fin de semana con Elías lo pasamos en Livingstone, un enclave en la costa caribeña que nada tiene que ver con el resto de Guatemala. Allí sólo se puede llegar por barco por lo que dejamos el coche en Puerto Barrios, al otro lado de la bahía, para desde ahí cruzar en lancha hasta nuestro destino. Después de una hora dando saltos sobre el Atlántico alcanzamos Livingstone, centro de la comunidad garífuna y uno de los lugares más singulares que he conocido desde que llegué a Guate.

Los garífuna o caribes negros se originaron en el siglo XVII cuando naúfragos de barcos de esclavos se mezclaron con los indígenas del caribe. En principio se establecieron en San Vicente pero, tras la toma de la isla por los ingleses a finales del siglo XVIII, se diseminaron por las costas de Guatemala, Belice, Honduras y Nicaragua. El garífuna es un idioma fascinante, mezcla de las lenguas de Senegal y Guinea, de donde provenían los esclavos, con el francés del Caribe y algo de inglés y español. Escuchar una conversación en garífuna es trasladarte a un mundo irreal en el que se salta de una lengua a otra de forma natural y automática, intercalando palabras o frases cuyos significados nada tienen que ver con los que tuvieron en sus lenguas originales. Livingstone me trasladó de nuevo a África y sus calles me conectaron con recuerdos de Stone Town, esa enigmática ciudad de la isla de Zanzíbar que tan profunda marca dejó en mi. Sin embargo, su música, la punta, me llevó de nuevo a Malí, con sus ritmos frenéticos y una energía vibrante que fluye sin descanso al son de los tambores, las sonajas y los caparazones de tortuga. El baile se concentra en las piernas y las caderas, dejando el torso casi inmóvil mientras el pie izquierdo gira hacia delante y hacia atrás y el derecho va marcndo el ritmo. Al final todo el cuerpo acaba vibrando desde la planta de los pies hasta el último pelo de la cabeza. Las letras mantienen la estructura típica africana de pregunta y respuesta y el tempo es descaradamente rápido, sin apenas silencios ni descansos.Viajar a Livingstone es como desmontar una muñeca katiuska con cuerpo de indígena y corazón africano.

Nos despedimos de nuestros amigos en el cruce desde el que se toma el desvío hacia Honduras. Llegamos a la frontera en microbus, la cruzamos andando y tomamos otro bus hasta Puerto Cortés. Desde ahí un cuarto a San Pedro Sula y un quinto hasta La Ceiba. Después de doce horas de un largo y agotador viaje conseguimos alcanzar nuestro destino. En los últimos días habíamos estado intentando contactar con Jenny, la cuñada de Fernanda, amiga de Mere, pero no lo habíamos conseguido. Al final la localizamos y pasamos una tarde estupenda con ella y su familia. Fue Jenny la que nos gestionó el transporte para nuestra próxima parada, Chachahuate, un islote dentro de los Cayos Cochinos que debe ser lo más parecido al paraíso en la Tierra.

Los Cayos Cochinos los forman dos islas (Cayo Mayor y Cayo Menor) y trece pequeños islotes cuyas playas de arena blanca y arrecifes de coral los han convertido en Reserva Biológica Marina. Casi todos están habitados aunque algunos de ellos se mantienen completamente vírgenes. Nosotros teníamos claro que queríamos quedarnos en Chachahuate y hasta allí nos llevó la barca. El lugar nos atrapó desde el momento en el que hundimos el primer pie en su arena.

El cayo mide unos cien metros de largo por no más de treinta de ancho y en él vive una comunidad garífuna de cuarenta familias. Los alojamientos que ofrecen son bastante austeros y es precisamente esa austeridad la que constituye su principal defensa. Apenas hay turismo y el que se queda es del que no deja rastro. Nos alojamos en casa de Jotana y Lesbia, que nos alquilaron dos camas en la buhardilla de su casa. A partir de ese momento se apagó el reloj.

El paseo por el islote no dura más de diez minutos así que no tardamos en conocer a la mayor parte de la comunidad. Caminas de una casa a otra y siempre encuentras a alguien que te cuenta algo o te enseña lo que esté haciendo. En Chachahuate no hay luz eléctrica, ni agua potable, ni leña para cocinar así que las familias se organizan para ir a Cayo Mayor en barcas y conseguir los suministros. A las dos o las tres de la mañana ya se escucha a los pescadores preparando sus barcas. Utilizan cayucos de madera y técnicas de pesca artesanales. Una parte de lo que pescan lo venden y otra se la quedan para el autoconsumo. La pesca y el turismo constituyen las dos únicas fuentes de ingresos de la isla.

Dentro de la comunidad tienen sus rencillas y es que el espacio es reducido y la intimidad, nula. Todos se conocen y todos conocen la vida de los otros. Comercian entre ellos y acaban compartiendo los escasos recursos que poseen. El tiempo es lo único que se puede consumir en Chachahuate sin moderación. Aquí todo ocurre como si nada ocurriera y las horas transcurren lentamente, sin intermedios ni divisiones, como si se tratase de un tiempo distinto, más pesado, más nítido, más amplio. Chachahuate es un lugar ideal para las miradas perdidas y los pensamientos vacíos, un rincón delicioso donde aun es posible disfrutar de la quietud mientras escuchas las olas del mar y dejas pasar el tiempo. Ahora que ya nos vamos intentaré llevarme esa tranquilidad encapsulada, el mejor regalo de entre todos los que me dio este pequeño islote y la sensación a la que siempre asociaré el recuerdo de Chachahuate en mi memoria.