domingo, 24 de agosto de 2014

miércoles, 20 de agosto de 2014

De todo, tres cosas


De todo quedaron tres cosas:
la certeza de que estaba siempre comenzando,
la certeza de que había que seguir,
la certeza de que sería interrumpido antes de terminar.

Hacer de la interrupción un camino nuevo,
hacer de la caída un paso de danza,
del miedo, una escalera,
del sueño, un puente,
de la búsqueda... un encuentro.

Fernando Pessoa

Gracias India.

lunes, 18 de agosto de 2014

Instantes decisivos

Decía Cartier Bresson que el instante decisivo es aquel en el que la mirada, el corazón y la razón se ponen en la misma línea visual. Entre todos los fotogramas de nuestra vida hay momentos así, instantes decisivos que no son momentos cualquiera sino hitos en el camino, marcas capaces de cambiar tu rumbo y darle la vuelta a la historia.

Pablo y yo nos cruzamos en Kolkata cuando ambos andábamos atravesando un momento así.  Entonces tuvimos la suerte de compartir unas cuantas pedaladas entre Sudder Street, el Paragon y las casas de Madre Teresa. Después nuestros pasos nos llevaron hasta Katmandú y Pokara, a los pies del Himalaya, donde terminamos de sellar ese capítulo trascendental de nuestras vidas.

Ayer, diez años después, volvimos a brindar por las historias de entonces y las de hoy, y lo hicimos en esta India que tanto amamos y a la que le debemos la amistad que hoy nos une. Creo que a Cartier Bresson se le olvidó añadir que esos instantes decisivos siempre tienen un halo de eternidad porque la huella de los que un día caminaron juntos nunca, nunca se borra.

Y ahora a seguir escribiendo, que la tinta no se acaba y las historias tampoco. Estoy convencido de que nos volveremos a cruzar, dentro de unas cuantas estaciones, quizás en la colina de los locos, donde la vida ni se compra ni se vende y desde donde se divisan los mejores atardeceres. Pablo, my friend, mis mejores deseos están contigo. Buen camino...

viernes, 15 de agosto de 2014

Montañas azules y costas de ensueño

Thanjore, 16 de agosto de 2014


Desde Mysore comencé mi subida a los Nilgiri, las montañas azules de los Ghats Occidentales. Ooty no me resultó extraordinariamente interesante aunque, para ser honestos, creo que el monzón tuvo mucho que ver con esa percepción. De cualquier forma, Ooty no es una ciudad india. La fundaron los ingleses en la época dorada del Raj y la impronta británica está presente por todos lados, desde los colegios internacionales al jardín botánico. Supongo que un mejor tiempo me hubiera permitido disfrutar más de la montaña pero, dadas las circunstancias, decidí continuar camino.


El viaje a Munnar no lo tenía demasiado claro así que madrugué para tomar uno de los primeros autobuses a Coimbatore y decidí ir montando el trayecto durante el día. Si llegaba bien y si no ya dormiría en cualquier sitio. Me encanta esa sensación de incertidumbre porque siempre precede a los momentos más enriquecedores. En Coimbatore tuve que cambiar de terminal en un bus urbano y desde allí tomar otro a Udamalai donde pude encontrar el enlace a Munnar. En este último trayecto conocí a Sheik, un chico indio con el que acabé almorzando y poco después, antes de subir al autobús para Munnar, a Mónica y Elena, con las que he compartido mi última semana de viaje.

Munnar es un verdadero paraíso. Allí, a casi dos mil metros de altitud, se cultiva uno de los mejores tés del mundo y a lo largo de sus laderas la vista se pierde en interminables plantaciones que parecen almidonar la montaña entre las cascadas y las praderas. Tuvimos la suerte de poder hacer un trekking y fue allí donde vivimos un inesperado encuentro. Justo cuando acabábamos de pasar la cima, un enorme elefante salvaje se cruzó ante nosotros. Lejos de marcharse ante nuestra presencia, el animal alzó la mirada de manera desafiante y se quedó plantado sin moverse ni un solo centímetro. La cara del guía se volvió pálida y con un gesto nos indicó que nos subiéramos a una roca y nos preparáramos para correr. A pesar de su apariencia serena y pacífica, el elefante es uno de los animales más peligrosos que existen y un ataque puede resultar fatal. Estuvimos esperando sobre la roca más de media hora y al final el guía se negó a pasar por un camino alternativo y decidió deshacer lo andado. No se que tipo de experiencias se han vivido en Munnar con los elefantes pero vista la velocidad a la que bajábamos me pareció que la prudencia del guía estaba más que justificada. A pesar del cambio de planes, la salida fue maravillosa y los paisajes que disfrutamos desde arriba no los olvidaré nunca.

Al día siguiente continuamos camino hacia Allepey y Kochi, en la costa de Kerala. Allí se celebraba una carrera de barcas multitudinaria que es el evento más importante del año en el estado del sur. Compartimos estos días con Cat, una inglesa de Oxford, y con Karishma, una chica de la India del norte. El paisaje de los backwaters es francamente impresionante y sin duda la experiencia de presenciar la carrera desde un barco resultó interesante aunque algo pesada. Kochi me gustó mucho más que Allepey. En su pasado colonial se funden reminiscencias portuguesas, holandesas e inglesas lo que convierte su arquitectura en una bonita mixtura. Pasear por Fort Cochin, la parte más antigua de la ciudad, es un relajado placer y sus calles guardan algunas sorpresas, como la bella sinagoga donde Salman Rushdie situó la acción de su libro El último suspiro del moro. En Fort Cochin nos alojamos en una casa particular donde por poco dinero nos alquilaron un par de habitaciones, algo que es tradición aquí y que nos permitió acercarnos más a los lugareños.

En Kochi cerré mi paso por Kerala y salté de nuevo a Tamil Nadu para visitar Madurai y Thanjore, donde me separé de mis compañeras de viaje después de una semana de vivencias compartidas. Aunque aun faltan unos días para volver a España, ya empiezo a sentir el tiempo como una cuenta atrás, y los nuevos trayectos no tendrán más interés que el de llevarme a destinos conocidos desde los que emprender el camino de vuelta, ese que, bien entendido, no es más que el de un nuevo comienzo.
 


El mercado de Mysore

Ooty, 5 de agosto de 2014


Mysore acabó siendo una ciudad mucho más interesante de lo que a priori podría haberme imaginado. La que iba a ser una parada de transición antes de subir a los Nilgiri acabó por convertirse en un lugar que me regaló muy buenos momentos.

Encontré un magnífico hotel a precio de hostel lo que me devolvió sensaciones que tenía ya casi olvidadas. Después de cerca de un mes durmiendo en trenes, autobuses y hospedajes más que básicos, encontrarme con una cama enorme, con las sábanas limpias y un cuarto de baño donde me duché sin chanclas fue todo un lujo asiático. Hubo un momento en el que, tumbado en la cama y mirando al techo, empecé a recordar cada uno de los antros por los que había pasado. Comencé esbozando una sonrisa y acabé riéndome sin parar imaginándome de nuevo entre los extraños personajes que se han cruzado en mi camino. Periódicamente la comodidad se vuelve necesaria pero las verdaderas experiencias, las que marcan de verdad, se viven siempre en los bajos fondos y son precisamente esos momentos los que al final te acaban sacando una sonrisa.

La primera sorpresa me la llevé en el mercado de Devaraja, el más antiguo de la ciudad. La vida que hay debajo de esos toldos es fascinante y un paseo por sus callejuelas es un verdadero regalo para los sentidos. Me impresionó especialmente la calle dedicada al comercio de las flores, que siempre ocupan un lugar fundamental en la rutina de la India. Cada altar lo adornan con flores frescas y es frecuente encontrarlas en la entrada de las casas o incluso recogiendo el pelo de las mujeres. Dedican horas a ensarzar flores de múltiples colores para formar guirnaldas infinitas que se cuelgan al cuello o llevan a los templos como ofrenda para los dioses. El trasiego entre los distintos puestos era como el de un ejambre de abejas. Entre el murmullo de la gente sólo se escuchaban los gritos de los tenderos que ofrecían sus productos con pasión y sin descanso. Cada puesto se impregnaba del color y el olor de las flores que vendía y juntos formaban un mosaico de sensaciones que acabaron por llevarme a territorios lejanos y desconocidos pero enormemente seductores y aractivos para mis sentidos.

Las tiendas de especias y legumbres estaban siempre precedidas por montones de kumkum, los polvos de colores que utilizan para los bindi, esos puntos que siempre se pintan en el entrecejo. Y luego venían las tiendas de esencias e incienso, dos de las señas de identidad de Mysore. Junto a la calle de las flores decenas de puestos vendían infinidad de barritas de los olores más insospechados. Las fabrican una  a una, impregnando la varilla de madera con una masilla que mezclan previamente con esmero. Junto al humo del incienso se alzaban los puestos de perfumes que no dudaban en hacemre probar untando de aceite todos y cada uno de los rincones de mi cuerpo. 

Nada más salir del mercado ya me sentía tentado a volver a entrar en él y entre la saturación y el asombro supe que acababa de vivir uno de los paseos más maravillosos de entre todos los que me ha regalado este sorprendente país.

lunes, 4 de agosto de 2014

Goa y Hampi


Hampi, 30 de julio de 2014

Llegué a la Victoria Terminus cerca de las diez de la noche y la actividad entre los andenes y el enorme hall de la entrada era incluso mayor que por el día. Apenas se podía caminar entre la gente tumbada en medio de la estación y los carros de paquetería que iban de un lado a otro arrastrados por escuálidos tiradores. La policía se paseaba entre la gente y despertaba con palos a algunos de los que estaban durmiendo en el suelo. Estoy seguro de que muchos de los que esa noche atestaban la terminal no eran viajeros sino más bien moradores habituales de la Victoria, gente que cada noche se cae sobre su propia sombra para acabar acurrucándose en algún rincón de la estación.

Cuando llegué hasta mi plaza en el vagón del tren me llevé una grata sorpresa al comprobar que las seis literas estaban ocupadas por turistas, cuatro de ellos españoles que iban a la misma playa que yo en Goa. Ahí comenzó el tramo de viaje compartido con Borja, Carolina, Ángel y Anna.
La noche fue mucho más llevadera que en otros trayectos y, además, nos bajamos varias estaciones antes para quedarnos en el norte por lo que el viaje se hizo más corto de lo habitual. Cuando abrí los ojos por la mañana supe que estaba entrando en esa otra India. El paisaje era tropical y nos rodeaba el verde por todas partes.

Nos bajamos en la estación de Pernem, una de esas paradas en medio de la nada y lejos de todo donde parecía que no se había bajado nadie en mucho tiempo. Me encantan los lugares así, esos donde el reloj parece girar más lento como esperando que alguien venga a alterar el orden natural de las cosas.
Un taxi nos acercó hasta Arambol, en el norte de Goa, un estado que tiene poco que ver con el resto de la India. La influencia portuguesa no sólo se percibe en la arquitectura o en la mayor presencia de iglesias católicas. Es el ritmo, la cultura del sossegado, esa indolencia que hace que todo vaya más lento y ralentiza cualquier momento hasta su mínima expresión.
Cuando empezamos a caminar por la playa de Arambol todo estaba desierto. Ahora es temporada baja y los establecimientos cierran hasta que pasa el monzón. Apenas había locales a los que preguntar y caminamos bastante antes de encontrar alojamiento. Al final, después de varios intentos, nos abrieron un hostel para nosotros.

Durante el día llovía intermitentemente pero por la tarde, con la caída del sol, bajaba la marea y se abría una playa enorme con una luz impresionante. La gente parecía salir de sus madrigueras y se acercaba a la playa, que se llenaba de vida en las últimas horas del día. Los jóvenes jugaban al criquet mientras las mujeres buscaban conchas en la arena rodeadas de niños correteando en sus bicicletas. Los dos días que pasé en Arambol no hice otra cosa que leer, escribir y dejar pasar el tiempo sin el más mínimo remordimiento, un verdadero placer a orillas del mar de Arabia.

Al día siguiente bajamos hasta Panjim, la capital del estado, una ciudad para caminar sin rumbo fijo. Me sorprendió el nivel de vida y la limpieza de sus calles, algo extraño en India. Panjim es distinta y aquí la huella portuguesa es mucho más patente. Las casas de colores y los edificios coloniales se unen a un hermoso paseo a orillas del río Mandovi donde están atracados viejos barcos de vapor convertidos en casinos flotantes. Desde aquí nos acercamos a visitar Old Goa, la que fue capital de la colonia portuguesa hasta que la malaria y el cólera forzaran su abandono a finales del S. XVII. La Vieja Goa cuenta con iglesias y conventos impresionantes, reminiscencia del esplendor de antaño que aun puede percibirse paseando por sus calles y jardines. En la basílica del Bom Jesus se encuentra el mausoleo de San Francisco Javier que atrae a multitud de devotos a cualquier hora del día. Antes de tomar el bus nocturno a Hampi visitamos una plantación de especias que acabó siendo lo más interesante del día y nuestra última parada antes de dejar Goa para adentrarnos en Karnataka.

El autobús llegó antes de lo previsto y a las cuatro y media de la mañana ya estábamos en Hampi. A pesar del acoso de los cazaturistas, decidimos resguardarnos bajo un templo y esperar que amaneciera para decidir donde hospedarnos. Con los primeros rayos de luz llegamos al Gopi, un hostel encantador donde encontramos buenas habitaciones y una terraza que haría las delicias de cualquier viajero.

Hampi es un lugar extraño, fantasmagórico, pero poderosamente atractivo. El paisaje lo integran enormes rocas apiladas que guardan un equilibrio inquietante, difícilmente comprensible pero que ha soportado el eterno paso de los años. El ocre de las piedras contrasta con el verde de los arrozales, los palmerales y las plantaciones de banano,  un lugar sobrenatural que sorprende al viajero desde el momento en que pone un pie en estas tierras. La que antes fue capital de un imperio es ahora un conjunto increible de templos desperdigados e integrados perfectamente en el paisaje. Perderse a solas por ellos despierta la curiosidad del aventurero que se sabe en un lugar mágico cargado de historias y secretos escondidos.

En Hampi me separo de mis compañeros de viaje que continúan camino hacia Bangalore y Anantapur. Yo sigo hacia el sur, a Mysore y de ahí a Ooty y Munnar. No se que tendrá este país pero resulta tan cautivador como inabarcable. Cuanto más lo conozco más amplio se vuelve el horizonte y todo intento de llegar se convierte siempre en un recomenzar, una sensación que es en realidad todo un lujo para los que, como yo, vivimos enganchados al camino.

miércoles, 30 de julio de 2014

Mumbai

Hampi, 29 de julio de 2014

¿Cuánto cuesta un rickshaw hasta la estación? Eso depende del driver, Sir. Pagué ochenta rupias por venir. Ya, pero ahora es distinto. Cuando vienes puedes esperar, cuando vas no. Ahora deciden ellos. Son las reglas. ¿Cuál sería un precio aceptable? Cien rupias. Si llueve le cobrarán más pero intente no pagar más de cien, Sir.

Así me despedí de Udaipur, la ciudad que supuso mi última parada en Rajastán y que es considerada por muchos el lugar más romántico del subcontinente. No se si llegará a tanto pero lo cierto es que ofrece un marco incomparable, a orillas del lago Pichola donde se encuentra la famosa isla Jagniwas, popular por estar ocupada en su totalidad por el Hotel Lake Palace, uno de los más lujosos del mundo desde que dejó de ser la residencia de verano del maharajá Bhagwat Singh en la década de los sesenta.

La antigua familia real ha convertido
Udaipur en meca del turismo y tengo que reconocer que las zonas visitables del palacio y sus alrededores están muy cuidadas. Más allá de eso lo más interesante de la ciudad  fue pasear por los barrios más alejados del centro turístico. Los bazares, los templos y los mercados rebosaban de actividad a cualquier hora del día y las horas que pasé observando y paseando por sus calles bien merecieron mi paso por aquí.

De Udaipur me quedo con la terraza del Dream Heaven, fantástica recomendación de Mick, un australiano que conocí en Bundi. Las vistas de la ciudad eran inmejorables y las Kingfisher que me tomé ahí no las voy a olvidar nunca. Y por supuesto las largas charlas con el tipo que hacía los zumos en la calle, orgulloso de sus creaciones y un auténtico filósofo de la vida. Me encanta viajar así, sin prisas  porque la lentitud deja espacio a los encuentros inesperados, los únicos que tienen sentido cuando uno se cuelga la mochila y camina hacia lo desconocido.

Al final pagué cien rupias por el rickshaw así que me di por satisfecho después de la ardua negociación. Cuando llegué a mi vagón de sleeper class me encontré con una situación de lo más particular: estaba ocupado casi en su totalidad por una sola familia que venía de un peregrinaje, empezando por la abuela y acabando por los bisnietos más pequeños. El  vagón parecía un corral de vecinos en el que unos y otros iban y venían sin descanso. Por supuesto llevaban comida para todo el mundo y al final acabé cenando con ellos apretado entre la gente que subía y bajaba del tren en cada estación. Un viaje largo pero lleno de momentos interesantes.

Al mediodía llegué a Bandra, una estación de los barrios occidentales de Mumbai así que tenía que buscarme la vida para llegar a Colaba, donde se encuentran los edificios más interesantes de la ciudad. Compartí taxi con un chico hindú que conocí en el tren y después de hora y media de atasco llegué por fin al Salvation Army, una guest house popular entre los mochileros por ser de las pocas que tienen precios asumibles para los viajeros low budget. Mumbai es la ciudad más cara de India, el nivel de vida es alto y el ambiente de muchas de sus calles es completamente occidental. Sin embargo, los contrastes también son los más radicales y la riqueza más ostentosa convive con los slums más grandes de todo el país. A los pies del hotel más lujoso duermen familias enteras que no tienen nada que llevarse a la boca.

Mumbai es también la ciudad más británica de la India. A veces, paseando por Colaba, parecía que estaba en Londres, eso si, más sucio, desordenado y desaturado pero con esa pátina tan británica a medio camino entre lo rancio y lo elegante. La zona que rodea la principal estación de trenes está llena de edificios victorianos, una mezcla entre lo neogótico y lo indosarraceno que hacen de la arquitectura del antiguo Bombay uno de sus principales atractivos. La Victoria Terminus, la estación más transitada de Asia, es posiblemente el mejor ejemplo de esa mezcolanza tan propia de la ciudad.

No tenía billete para bajar a Goa porque los trenes estaban completos así que decidí acercarme a la estación para intentar pillar una de las plazas que sólo venden el día de antes. Ahí me reencontré con la burocracia india y reconozco que me faltó poco para perder los nervios. En primer lugar tuve que hacer una cola para saber si era posible hacer el viaje que quería. Para ello había que rellenar previamente un formulario con todos mis  datos personales, número del tren, tipo de plaza, etc. Una vez confirmado pasé a una segunda cola al final de la cual una mujer te pone un sello sobre el formulario. Con el papel sellado subí a la segunda planta donde había una taquilla para extranjeros. Allí me dijeron que necesitaban una fotocopia del pasaporte y el visado. Tuve que salir de la estación para buscar una fotocopiadora y volver con todo listo para comprar mi billete. Tras comprabar el código del tren me indicaron la taquilla donde tenía que comprarlo y cual fue mi sorpresa cuando, al llegar mi turno, el señor de la ventanilla, con una cara entristecida por la soporífera rutina, me dice que ya está lleno y que ¡debía haber venido antes! Volví a la oficina turística y después de hora y media de gestiones conseguí una plaza en otro tren que salía una hora más tarde. No me extraña que el nivel de burocracia sea un indicador del subdesarrollo de un país.

Al mediodía me encontré con dos australianos que iban a visitar Dharavi, uno de los slum más grandes de Mumbai. Me propusieron compartir taxi y guía y no dudé en acompañarlos. Encajonado entre las dos principales vías ferroviarias de la ciudad, esta mole de chabolas alberga a más de un millón de personas venidas de distintas partes de India. Cuando te sumerges dentro del laberinto de callejones polvorientos sorprende la organización y la normalidad que se respira en esta ciudad dentro de la ciudad. Se organizan por oficios (ceramistas, curtidores, lavanderas o recicladores de plástico) y cada uno parece tener su lugar asignado dentro del inmenso tablero. El guía nos contó que hay familias que llevan generaciones enteras viviendo en Dharavi, es más, el 60% de población de Mumbai vive en asentamientos como éste. Dentro todo está húmedo y oscuro y las lúgubres callejuelas se entremezclan siguiendo un orden que sólo ellos conocen. De cualquier esquina surgían niños descalzos, ancianos asomándose a las ventanas o porteadores llevando mercancías a alguno de los talleres del slum. En Dharavi la miseria está tan normalizada que se ha convertido en un modo de vida, un inframundo difícil de asimilar para los que tenemos la fortuna de vivir al otro lado de la vía del tren.

Desde Mumbai emprendo mi recorrido por las tierras de Goa, Karnataka y Kerala, donde me espera la otra India, la India verde del sur, de las plantaciones de té, los campos de arroz y los elefantes salvajes.