jueves, 25 de julio de 2013

Silencios y preguntas

Cuando ya se acerca el final de mi estancia en Comapa no dejan de lloverme imágenes de estos días llenos de emociones y experiencias inolvidables. El tiempo vivido, el paseo por las mismas calles, los cruces de miradas con la misma gente, acaban llenando los lugares de historias que con los días se van acomodando en el recuerdo hasta acabar encontrando ese lugar privilegiado que les pertenece en exclusiva  y que ya nunca podrán abandonar.

Después de este mes sólo me queda la humildad del silencio  porque poco puedo decir sobre una realidad como ésta que apenas conozco y que me desborda por los cuatro costados. Llega un momento en el que siento la parálisis, miro a mi alrededor y bajo la cabeza, y entonces sólo intento dar lo mejor de mi mismo,  estar con todo mi ser y volcarme en ese instante. Se que, a  fin de cuentas,  esa acabará siendo mi pequeña ofrenda y el único rastro que está a mi alcance.


Comapa me acercó a la sencillez, al hacer y vivir con poco y, aun así, seguir viviendo. De ese desprendimiento me llevo más preguntas que respuestas y, sin embargo, toda la energía del mundo, y es que la injusticia es insostenible en su existir y cuando la tienes enfrente, cuando te interroga desde los ojos de un niño, es imposible permanecer ajeno a ella y no sentirse interpelado. Me marcho de Comapa con la mochila llena de silencios pero también con miles de sonrisas que apenas pesan pero que empujan con fuerza.  Me voy para volver porque hay ciertos lugares en el mundo que se quedan con algo tuyo y ya no lo sueltan y en esos momentos en los que uno se olvida de quien fue acaban devolviéndote esa imagen nítida, como espejos reveladores que un día congelaron, en aquel rincón del recuerdo, la grandeza de lo esencial y lo indispensable.

martes, 16 de julio de 2013

Maestros


Ya estoy tocando el ecuador de mi estancia en Comapa y cada día no deja de sorprenderme.  Ir cada mañana al encuentro de las escuelas es como vivir una deconstrucción de esquemas que creía bien asentados y que, sin embargo, se desmoronan como un castillo de naipes para acabar dejándome desnudo ante lo esencial. Los talleres con los maestros me están permitiendo compartir experiencias y acercarme codo a codo a la realidad guatemalteca. Cuando acabamos el trabajo se muestran agradecidos y felices ajenos, sin duda, a la profunda marca que me están dejando y que tanto me está dando que pensar.

El otro día fuimos a impartir el taller en Caparrosa, una sede que está allá donde acaba el mundo. Tardamos más de una hora en llegar por carriles embarrados en los que el 4x4 apenas podía avanzar. Cuando llegamos nos encontramos con varias compañeras que se habían levantado a las cuatro de la mañana para llegar a tiempo. La breve visita al centro agarró mis pies fuertemente al suelo ante una realidad que no podía creerme. La falta de espacio obligaba a un compañero a improvisar un aula debajo de una chapa metálica sostenida por cuatro troncos. Allí tenía colocados estratégicamente a los alumnos para evitar las goteras y en una pequeña pizarra se esforzaba por explicar el mínimo común múltiplo. Alucinante.

Muchos de los maestros viven en Comapa y van caminando al trabajo cada día. En el caso de Caparrosa, más de hora y media de ida y de vuelta por caminos impracticables. Algunos sufren asaltos y se levantan con ese miedo cada día cuando comienzan su jornada laboral. Nos contó un compañero que en una ocasión lo asaltó un grupo de encapuchados que, después de robarle, no paraban de pedirle al líder de la banda que lo matase. Cuál fue su sorpresa cuando uno de ellos le dijo al cabecilla que no lo hiciera, que era el profesor. Había sido asaltado y casi asesinado por sus propios alumnos y aun así, el maestro llega a la escuela, agarra su tiza y comienza a dar su clase.

Poco a poco, y a través de sus testimonios, estoy conociendo la realidad del niño aquí. Nos contaron que cuando un alumno llega a la escuela ya ha trabajado varias horas antes. En muchas aldeas no hay agua corriente y se cocina con leña. Los niños se levantan a las dos o las tres de la mañana y comienzan a dar viajes con los cántaros o a cargar leña sobre sus espaldas. Algunos van incluso a trabajar al campo antes de llegar a la escuela. La higiene, teniendo en cuenta el trabajo que implica llevar agua hasta las casas, pasa a un segundo plano.  Sin embargo, para ellos el colegio es un verdadero regalo. Allí no tienen que trabajar y reciben, además,  la refacción, el único sustento alimenticio de la mayoría y la principal motivación para ir a la escuela. Cuentan los maestros que hasta la hora del recreo, que es cuando reciben la comida, los niños no consiguen mantener la atención, se duermen y sufren de dolores de estómago,  y no porque estén enfermos sino porque, simplemente, tienen hambre.


Cuando veo esto cada mañana sólo me queda callar porque poco puedo decir ante una realidad como ésta. Los compañeros de Comapa me están desmontando la cultura de la queja en la que vivimos por causa de la abundancia y los excesos que nos llevaron a dejar de valorar lo que tenemos. Enseñar aquí sí que es una labor titánica, una tarea admirable, para mí, la personificación diaria de lo que significa SER MAESTRO.

viernes, 12 de julio de 2013

Pequeños grandes héroes



La desnutrición infantil es una tragedia que está destrozando día a día la niñez guatemalteca. Según Unicef,  Guatemala tiene actualmente la tasa de desnutrición infantil más alta de Latinoamérica y la sexta a nivel mundial afectando a uno de cada dos niños menores de cinco años. Al lado del hambre se encuentran los conflictos de género. Como apunta Glenda García, en Guatemala podremos encontrar múltiples identidades masculinas pero todas tienen algo en común, la dominación del hombre sobre la mujer. La inexistente planificación familiar y el brutal machismo que abre esa enorme brecha de género nos lleva a encontrarnos con familias de nueve o diez hijos sin apenas recursos para alimentarlos.

La enorme desigualdad social, que no deja de incrementarse con las políticas neoliberales del gobierno, está consolidando la asimetría y el injusto reparto de la riqueza, haciendo al rico cada vez más rico y al pobre cada vez más pobre. Al final la desdicha recae, como siempre, sobre el más débil y ese, como siempre, acaba siendo el niño que tuvo la mala fortuna de nacer donde nació.

La tasa de analfabetismo es muy alta y en las familias humildes la educación de los hijos no es ni mucho menos una prioridad. La economía de subsistencia gira entorno al cultivo del frijol, el maíz o el café. Nos contó Nora, una maestra de San Carlos, que cuando llega la época de la recolección las clases se vacían porque los padres se llevan a los hijos a trabajar al campo. Según la organización Care Internacional, Guatemala es el país de Centroamérica con más niños trabajando y se estima que casi un millón de menores contribuyen al sustento familiar desempeñando diversos trabajos en el campo o la venta ambulante.


Muchos niños llegan a la escuela con el estómago vacío, débiles y cansados. Les cuesta mantener la atención y muchos de ellos se duermen en clase pero contra eso nada se puede hacer. En el recreo reciben la refacción, el sustento alimenticio que se reparte gracias a la ayuda de ONGs como Ibermed. Ese momento saca de mi las emociones más profundas y me sume en una tristeza que me inunda por completo. Todos los niños llevan una tacita para la incaparina y los días que hay algo más también un platito. Las madres preparan la refacción en la cocina y los niños guardan fila ordenadamente esperando su turno. Saben que ese es uno de los momentos más importantes del día. Cuando hay algo más guardan parte de la comida para repartirla entre sus hermanos pequeños que aun no van a la escuela y ni siquiera pueden comer ese pequeño bocado. Otras veces le pasan parte de la incaparina a través de la valla y es que estos niños tienen un sentido de la solidaridad increíble y saben que tienen que repartir lo poco que tienen. A pesar de todo, sonríen y llenan de alegría los espacios por los que pasan, agradeciéndote cada gesto como si les hubieras entregado un enorme tesoro. Y ahí me levantan, me agarran, me abrazan y me recuerdan con solo mirarme lo afortunado que soy y lo enormemente injusto y cruel que es este maldito mundo en el que vivimos.

lunes, 8 de julio de 2013

Goathemala


Guatemala se hizo de rogar y a lo largo del interminable viaje que nos trajo hasta aquí parecía como si quisiera mantener en vilo la emoción y la sorpresa que siempre entraña la llegada a tierras nuevas aun por descubrir.

Sin embargo, nuestros primeros pasos en Guate estuvieron cargados de familiaridad. Diego, el marido de Eloisa, una de las contrapartes de Ibermed, nos estaba esperando en el aeropuerto y nos llevó en su furgoneta hasta el hostal que regentan en Ciudad Vieja, muy cerca de Antigua. Después de más de treinta horas de viaje, con la mochila cargada de cansancio y un enorme desfase horario, la bandeja de fruta fresca con la que nos recibieron nos supo infinitamente más dulce de lo que nos podíamos haber imaginado.

Al día siguiente visitamos Antigua, la joya colonial fundada por los españoles como “La muy Noble y Leal Ciudad de Santiago de los Caballeros de Goathemala”. Me sorprendió la insólita belleza de este lugar, una ciudad llena de vida, movimiento y vibrante actividad a la que el turismo, sin llegar a ser sofocante, le confiere un ambiente cosmopolita con ciertos aires de modernidad.  

Antigua está pintada en tonos pastel y la alternancia de colores, aun sin responder a un patrón establecido, denota un gusto exquisito que convierte la visita en un auténtico derroche de placer para los sentidos. Su pasado colonial, en el que llegó a ser epicentro de poder de toda Centroamérica, puede aun palparse en las iglesias y conventos que lograron sobrevivir a los sucesivos terremotos que la asolaron. Aun así, y a pesar de los siglos de dejadez, Antigua sigue siendo un lugar cargado de magia donde no hay mejor regalo para el viajero que un largo paseo sin reloj.

Al día siguiente partimos con Diego para Comapa y en las tres horas que duró el trayecto nos contó su devastadora historia con una frialdad sorprendente y una enorme serenidad que acabó haciéndose dueña del silencio. Después de escucharle me quedé mudo y, de repente, empecé a tomar consciencia del profundo dolor en el que está sumida esta sociedad, destrozada por una guerra cruel que, como todas las guerras, como todas las tristes guerras, acabó empapando de sangre, dolor y lágrimas a quienes sólo gritaban clamando justicia.

Diego no tiene rótula en la pierna izquierda. El ejército le disparó a bocajarro destrozándole la rodilla cuando sólo tenía cinco años. Toda su aldea fue aniquilada y ninguno de los que le acompañaban consiguió salvar su vida. Él se despertó en el hospital del ejército, del mismo ejército que le había destrozado la rodilla. Decidieron salvarlo cuando descubrieron que era hijo de un importante comandante de la guerrilla y, en esos tiempos, los altos mandos de ambos bandos se respetaban mutuamente. Después las reglas cambiaron y sus padres acabaron siendo emboscados y asesinados. Él recaló en un horfanato que había montado un gringo con quien creció hasta los dieciocho años. De su hermano no tuvo noticias. Lo cuidaron unas monjas y, aunque se encontraron al cabo de quince años, volvieron a separarse. Hoy Diego no tiene a nadie salvo a su mujer y sus hijos.


Como dice Glenda García, para muchas personas “guerra” o “conflicto armado” son palabras que se escuchan en la distancia, como un eco lejano que en el bosque sólo vuelve a quien un día lloró a sus muertos. Cuando una sociedad se olvida de la solidaridad acaba dejando que cada cual cargue en soledad con sus historias, sus memorias y sus dolores pero las heridas sólo pueden cerrarse con el otro y desde el otro y, por más que pese, resulta inevitable dar un paso adelante para comprender que el dolor es colectivo y que sólo desde ahí se podrá llegar algún día al encuentro y a la reconstrucción de sus vidas.