viernes, 15 de agosto de 2014

El mercado de Mysore

Ooty, 5 de agosto de 2014


Mysore acabó siendo una ciudad mucho más interesante de lo que a priori podría haberme imaginado. La que iba a ser una parada de transición antes de subir a los Nilgiri acabó por convertirse en un lugar que me regaló muy buenos momentos.

Encontré un magnífico hotel a precio de hostel lo que me devolvió sensaciones que tenía ya casi olvidadas. Después de cerca de un mes durmiendo en trenes, autobuses y hospedajes más que básicos, encontrarme con una cama enorme, con las sábanas limpias y un cuarto de baño donde me duché sin chanclas fue todo un lujo asiático. Hubo un momento en el que, tumbado en la cama y mirando al techo, empecé a recordar cada uno de los antros por los que había pasado. Comencé esbozando una sonrisa y acabé riéndome sin parar imaginándome de nuevo entre los extraños personajes que se han cruzado en mi camino. Periódicamente la comodidad se vuelve necesaria pero las verdaderas experiencias, las que marcan de verdad, se viven siempre en los bajos fondos y son precisamente esos momentos los que al final te acaban sacando una sonrisa.

La primera sorpresa me la llevé en el mercado de Devaraja, el más antiguo de la ciudad. La vida que hay debajo de esos toldos es fascinante y un paseo por sus callejuelas es un verdadero regalo para los sentidos. Me impresionó especialmente la calle dedicada al comercio de las flores, que siempre ocupan un lugar fundamental en la rutina de la India. Cada altar lo adornan con flores frescas y es frecuente encontrarlas en la entrada de las casas o incluso recogiendo el pelo de las mujeres. Dedican horas a ensarzar flores de múltiples colores para formar guirnaldas infinitas que se cuelgan al cuello o llevan a los templos como ofrenda para los dioses. El trasiego entre los distintos puestos era como el de un ejambre de abejas. Entre el murmullo de la gente sólo se escuchaban los gritos de los tenderos que ofrecían sus productos con pasión y sin descanso. Cada puesto se impregnaba del color y el olor de las flores que vendía y juntos formaban un mosaico de sensaciones que acabaron por llevarme a territorios lejanos y desconocidos pero enormemente seductores y aractivos para mis sentidos.

Las tiendas de especias y legumbres estaban siempre precedidas por montones de kumkum, los polvos de colores que utilizan para los bindi, esos puntos que siempre se pintan en el entrecejo. Y luego venían las tiendas de esencias e incienso, dos de las señas de identidad de Mysore. Junto a la calle de las flores decenas de puestos vendían infinidad de barritas de los olores más insospechados. Las fabrican una  a una, impregnando la varilla de madera con una masilla que mezclan previamente con esmero. Junto al humo del incienso se alzaban los puestos de perfumes que no dudaban en hacemre probar untando de aceite todos y cada uno de los rincones de mi cuerpo. 

Nada más salir del mercado ya me sentía tentado a volver a entrar en él y entre la saturación y el asombro supe que acababa de vivir uno de los paseos más maravillosos de entre todos los que me ha regalado este sorprendente país.

1 comentario:

María Magdalena dijo...

Me encanta tu forma de trasmitir las sensaciones, colores, olores que experimentaste en el mercado de Mysore, me has llevado allí mientras te leía.