lunes, 21 de julio de 2014

Obra de duendes

Udaipur, 22 de julio de 2014
Llegar a la India es como agarrar un instrumento desafinado. Al principio, y por buena que sea la música que interpretes, todo te sonará extraño, lejano y desagradable. Por más que intentes mejorar tu última repetición siempre resultará un intento fallido mientras no decidas abordar la afinación del instrumento. Comienzas a tensar una cuerda y a soltar otra, tocando una clavija aquí y otra allá, buscando esa afinación que multiplique los armónicos y te haga sentir mejor. Sin embargo, ante los múltiples intentos, India permanece  inmóvil, como si la música no fuese con ella, mientras tú sigues ahí perdido, mirando a un lado y a otro, sin entender nada, y absolutamente fuera de la onda en la que oscila el mundo que te rodea. La desorientación paraliza pero no siempre parar la máquina es signo de debilidad. A veces hay que detenerse para comprender, para observar y tomar consciencia, algo que en este país es más un imperativo que una recomendación.
Cuando consigues detenerte te das cuenta de que, por mucho que lo intentes, el instrumento nunca sonará como pretendes y que eres tú el que tiene que abrirse a nuevas sonoridades y afinarse con la India. Ese es el momento en el que  de repente, todo comienza a sonar mejor y es entonces cuando casi sin apenas darte cuenta dejas de vagar y comienzas a viajar.
Yo tuve esa sensación por primera vez en Bundi, una pequeña ciudad al sur de Rajastán. Desde que llegué sentí que ese lugar era distinto y parecía como si ya hubiera estado allí en otra ocasión. Me instalé en la R.N. Haveli, una guest house donde volví a ser el único huesped. Mamma, la casera, es toda una institución y a mi me despertó los sentimientos más tiernos. Siempre estaba en su salón cosiendo trajecitos para sus dioses que vestía convenientemente cuando visitaba el templo. Al entrar por la puerta me llamaba para preguntarme que tal estaba y pasar inmediatamente a enseñarme sus creaciones. Sus dos hijos eran dos tunantes buscavidas pero buenas personas en el fondo así que no tardé en llevarme bien con ellos. En casa de Mamma me sentí desde el principio como en la mía propia.
Bundi se encuentra a los pies de un enorme palacio, una construcción que en palabras de Kipling, "parece obra de duendes más que de hombres". El edificio está colgado de la ladera, esculpido en la roca como si estuviera levitando sobre la ciudad. Su estado de conservación es ruinoso lo que, junto a la lluvia y la soledad del paseo , le dio un aire romántico a la visita. Entraba y salía de las distintas estancias, profusamente decoradas, como si estuviera buscando un tesoro en un reino perdido. No había nadie más visitando el palacio y apenas un par de chicos velaban por un recinto que parecía estar entregado a una decadencia sin retorno.
Las calles del viejo Bundi están pintadas de azul y perderme por ellas era perderme por mis pensamientos. Es curiosa la concepción del tiempo en los viajes: te mueves y no obstante tienes la sensación de que el mundo se detiene. En algunos escenarios parece que tu vida se llena tanto que el reloj y el calendario se convierten en objetos absurdos. Y los minutos y las horas se alargan en tu ánimo como detenidas por un director de orquesta mientras sostiene un tempo lento, pausado y cantábile. Como decía Javier Reverte, a veces la vida es una cálida sinfonía.
A ratos llovía y tenía que buscar resguardo bajo algún soportal. Ahí empecé a descubrir a la maravillosa gente de esta ciudad. Salían a saludarme y me invitaban a pasar a sus casas donde siempre tenían un chai para compartir. Gente buena, auténtica, que sólo buscaba escuchar historias de lugares lejanos por boca de un extraño al que miraban como algo exótico, raro pero interesante. Los niños se acercaban para que les hiciese fotos y los mayores me saludaban desde sus talleres o sus abarrotadas tiendecitas encajadas en algún hueco de la pared.
Dos de las tres noches que permanecí en Bundi cené en casa de la familia Braghwan Dutt Sharma que me invitó durante uno de mis paseos. Cuando llegué la segunda noche habían preparado un banquete para el invitado que incluía bati, daal, kavela, zumo de mango y arroz, todo un derroche de hospitalidad y generosidad en un lugar donde no reina la abundancia.
En India todo puede suceder pero nunca le puedes exigir inmediatez o planificación en el tiempo porque el ritmo en ningún caso lo marcas tú. Desde la humildad y la espera atenta todo llega en este país pero tienes que asumir las constantes contradicciones y la desconcertante imprevisibilidad como algo ineludible. A partir de ahí, y sólo desde ahí, India siempre te dará la bienvenida.

1 comentario:

María Magdalena dijo...

Gustavo: Tendré muy en cuenta tu percepción de este país sorprendente los días y las horas que lo visite. Mientras tanto, te leo dosificando los capítulos como se debe leer un buen libro