Guatemala se hizo de rogar y a lo largo del interminable
viaje que nos trajo hasta aquí parecía como si quisiera mantener en vilo la
emoción y la sorpresa que siempre entraña la llegada a tierras nuevas aun por
descubrir.
Sin embargo, nuestros primeros pasos en Guate estuvieron
cargados de familiaridad. Diego, el marido de Eloisa, una de las contrapartes
de Ibermed, nos estaba esperando en el aeropuerto y nos llevó en su furgoneta
hasta el hostal que regentan en Ciudad Vieja, muy cerca de Antigua. Después de
más de treinta horas de viaje, con la mochila cargada de cansancio y un enorme
desfase horario, la bandeja de fruta fresca con la que nos recibieron nos supo
infinitamente más dulce de lo que nos podíamos haber imaginado.
Al día siguiente visitamos Antigua, la joya colonial fundada
por los españoles como “La muy Noble y Leal Ciudad de Santiago de los
Caballeros de Goathemala”. Me sorprendió la insólita belleza de este lugar, una
ciudad llena de vida, movimiento y vibrante actividad a la que el turismo, sin
llegar a ser sofocante, le confiere un ambiente cosmopolita con ciertos aires
de modernidad.
Antigua está pintada en tonos pastel y la alternancia de colores,
aun sin responder a un patrón establecido, denota un gusto exquisito que
convierte la visita en un auténtico derroche de placer para los sentidos. Su
pasado colonial, en el que llegó a ser epicentro de poder de toda Centroamérica,
puede aun palparse en las iglesias y conventos que lograron sobrevivir a los
sucesivos terremotos que la asolaron. Aun así, y a pesar de los siglos de
dejadez, Antigua sigue siendo un lugar cargado de magia donde no hay mejor regalo
para el viajero que un largo paseo sin reloj.
Al día siguiente partimos con Diego para Comapa y en las
tres horas que duró el trayecto nos contó su devastadora historia con una
frialdad sorprendente y una enorme serenidad que acabó haciéndose dueña del
silencio. Después de escucharle me quedé mudo y, de repente, empecé a tomar
consciencia del profundo dolor en el que está sumida esta sociedad, destrozada
por una guerra cruel que, como todas las guerras, como todas las tristes
guerras, acabó empapando de sangre, dolor y lágrimas a quienes sólo gritaban
clamando justicia.
Diego no tiene rótula en la pierna izquierda. El ejército le
disparó a bocajarro destrozándole la rodilla cuando sólo tenía cinco años. Toda
su aldea fue aniquilada y ninguno de los que le acompañaban consiguió salvar su
vida. Él se despertó en el hospital del ejército, del mismo ejército que le
había destrozado la rodilla. Decidieron salvarlo cuando descubrieron que era
hijo de un importante comandante de la guerrilla y, en esos tiempos, los altos
mandos de ambos bandos se respetaban mutuamente. Después las reglas cambiaron y
sus padres acabaron siendo emboscados y asesinados. Él recaló en un horfanato
que había montado un gringo con quien creció hasta los dieciocho años. De su
hermano no tuvo noticias. Lo cuidaron unas monjas y, aunque se encontraron al
cabo de quince años, volvieron a separarse. Hoy Diego no tiene a nadie salvo a su
mujer y sus hijos.
Como dice Glenda García, para muchas personas “guerra” o “conflicto
armado” son palabras que se escuchan en la distancia, como un eco lejano que en
el bosque sólo vuelve a quien un día lloró a sus muertos. Cuando una sociedad
se olvida de la solidaridad acaba dejando que cada cual cargue en soledad con sus
historias, sus memorias y sus dolores pero las heridas sólo pueden cerrarse con
el otro y desde el otro y, por más que pese, resulta inevitable dar un paso adelante
para comprender que el dolor es colectivo y que sólo desde ahí se podrá llegar
algún día al encuentro y a la reconstrucción de sus vidas.